No es necesario ser muy sabio para aplicar los descubrimientos fundamentales de la medicina moderna, reconocer y atender la mayoría de los males curables, para aliviar el sufrimiento del otro y acompañarle cuando se aproxima la muerte.
Nos es difícil creerlo, porque,
complicado a sabiendas, el ritual médico nos encubre la simplicidad de los actos.
¿Qué entendemos por progreso? ¿Independencia progresiva o progresiva dependencia?
Conozco una niña norteamericana de diecisiete años que fue procesada por haber atendido la sífilis primaria de 130 camaradas de escuela.
Un detalle de orden técnico, señalado por un experto, le valió el indulto:
los resultados obtenidos fueron, estadísticamente, mejores que los del Servicio de Salud.
Seis semanas después del tratamiento ella logró exámenes de control satisfactorios de todos sus pacientes, sin excepción.
Se trata de saber si el progreso debe significar independencia progresiva o progresiva dependencia.
La posibilidad de confiar la atención médica a no especializados va en contra de nuestra concepción del mayor bienestar, debido a la organización establecida por la medicina.
Concebida como una empresa industrial, está en manos de productores (médicos, hospitales, laboratorios, farmacéuticos) que estimulan la difusión de procedimientos avanzados, costosos y complicados, reduciendo así al enfermo y a sus cercanos al estatus de clientes dóciles.
Organizada como sistema de distribución social de beneficencia,
la medicina incita a la población a luchar por unos siempre crecientes cuidados dispensados por profesionales en materia de higiene, de anestesia o de asistencia a los moribundos.
En una sociedad con experiencia en el cuidado mutuo, el médico sólo sería el más experto
Antaño el deseo de justicia distributiva se basaba en la confianza en la autonomía.
Actualmente, congelada en el monopolio de una jerarquía monolítica,
la medicina protege sus fronteras impulsando la formación de una valla de para-profesionales a cuyos subtratamientos se somete al enfermo, que antes los recibía de sus allegados.
Con esto
la organización médica protege su monopolio ortodoxo contra la competencia desleal de toda curación obtenida por medios heterodoxos.
En realidad,
cualquiera puede cuidar de su prójimo y en este campo no todo es necesariamente materia de enseñanza.
En una sociedad en que
cualquiera podría y debería cuidar de su prójimo, simplemente unos serían más expertos que otros.
En una sociedad en que se naciera y muriera en casa, o en que el lisiado y el idiota no fueran desterrados de la plaza pública, en que se supiera distinguir la vocación médica de la profesión de plomero, se encontrarían personas para ayudar a los demás a vivir, a sufrir y a morir.
La complicidad evidente entre el profesional y su cliente no basta para explicar la resistencia del público a la idea de desprofesionalizar la atención.
El miedo al sufrimiento y la muerte ha convertido a los individuos en devotos sumisos de la medicina ortodoxa
En la raíz de la impotencia del hombre industrializado se encuentra la otra función de la medicina actual, que sirve de ritual para conjurar la muerte.
El paciente se confía al médico, no sólo a causa de su padecimiento, sino por miedo a la muerte, para protegerse de ella.
La identificación de toda enfermedad con una amenaza de muerte es de origen bastante reciente.
Al perder la diferenciación entre el alivio de una enfermedad curable y la preparación para aceptar un mal incurable,
el médico moderno ha perdido el derecho de sus predecesores a distinguirse claramente del brujo y del charlatán; y su cliente ha perdido la capacidad de distinguir entre el alivio del sufrimiento y el recurso al conjuro.
Con la celebración del ritual médico,
el médico encubre la divergencia entre el hecho que profesa y la realidad que crea,
entre la lucha contra el sufrimiento y la muerte por una parte, y el retardo de la muerte a costa de sufrimientos prolongados, por otra.
La entereza de asistirse a sí mismo la tiene únicamente el hombre que tiene la entereza de enfrentarse a la muerte.
AUTOR: Iván Illich. OBRA: La convivencialidad. Morelos, México, 1978.