Sr. Editor:
Las anormalidades del colesterol sanguíneo, por su alta frecuencia en la población general y su asociación a mayor riesgo de morbilidad y mortalidad cardiovascular, se han constituído en un problema de salud pública y por tanto de interés para todos los médicos.
Recientemente, el panel de expertos del National Cholesterol Education Program publicó su tercer informe sobre detección, evaluación y tratamiento de la hiperlipidemia en los adultos1.
Este informe, ampliamente divulgado en revistas y también en congresos médicos se acompaña de una editorial de Lauer y Fontanarosa, que enfatiza los fundamentos de las mencionadas recomendaciones, apela a todos los agentes sanitarios a su rápida implementación, afirmando que la «hipótesis colesterol» ya no es más una hipótesis, y que no hay duda que los niveles anormales de colesterol en la sangre causan importante morbilidad y mortalidad cardiovascular y que, por tanto, un tratamiento agresivo de esas anormalidades, salva muchas vidas y que éste es al menos tan importante, si es que no más, que la revascularización miocárdica.
Sin embargo,
me parece que las referidas recomendaciones y afirmaciones son exageradas, y no tan fundamentadas ni indudables como se pretende establecer.
A continuación, algunos breves comentarios al respecto.
1. La premisa de la llamada «hipótesis colesterol», que establece que una dieta rica en grasas y colesterol aumenta el colesterol en la sangre, y que una reducción de las grasas en la dieta mejora el riesgo cardiovascular tiene evidencias limitadas y no concluyentes, que le restan solidez. Varios trabajos han mostrado una escasa relación entre grasas saturadas y colesterol dietético con el colesterol plasmático2. Por otra parte, una revisión sistemática reciente señala que los datos publicados no son convincentes para concluir un efecto positivo de la disminución de grasas en la dieta sobre la mortalidad cardiovascular3, y un revelador artículo aparecido hace pocos meses, en la revista Science, afirma que
la investigación en los últimos cincuenta años ha fallado en probar que disminuir la grasa en la dieta ayude a vivir más»4.
2. Que el colesterol aumentado en la sangre produce mayor mortalidad, y
que disminuir el colesterol prolonga la vida tiene también evidencias contradictorias y muchas excepciones para ser tomadas como afirmaciones ciertas.
La asociación entre colesterol total y todas las causas de mortalidad fue despreciable para pacientes entre 50 y 70 años y nula para 80 años en el estudio de Kronmal5.Tampoco se encontró asociación entre colesterol y mortalidad coronaria en pacientes de 70 años6. En mujeres francesas, las con mayor colesterol tuvieron la mortalidad más baja7.
En un estudio canadiense8, con un seguimiento a 12 años, tampoco hubo asociación entre colesterol sanguíneo y mortalidad coronaria.
En un estudio ruso, se observó -curiosamente- que los pacientes con colesterol total y colesterol LDL bajos tenían un mayor riesgo de muerte cardiovascular9.
Y en el clásico estudio Framingham a 30 años de seguimiento se encontró en personas sobre 50 años un sorprendente aumento de la mortalidad total y cardiovascular de 11 y 14% respectivamente por cada 1 mg/dl por año de caída del colesterol plasmático10.
Por otra parte,
el estudio de Lorgeril et al, que demostró una significativa reducción en eventos coronarios con la llamada «dieta mediterránea», no se acompañó de variaciones significativas de las concentraciones plasmáticas de colesterol11.
El reciente estudio de Schatz et al, también apunta a que disminuir mucho el colesterol tiene poca justificación científica12.
3. Que un colesterol LDL elevado en la sangre es causa principal de cardiopatía coronaria, y del mejor valor predictivo, y que debiera bajarse a un nivel óptimo de menos de 100 mg/dl es otra afirmación controvertida.
En primer término llama la atención que se haya construido una hipótesis tan duradera, a partir de una medición tan insegura e inexacta, como lo es el cálculo indirecto -a través de la fórmula de Friedewald– de la concentración de LDL colesterol, que se considera menos que ideal si se compara con la medición realizada por separación por ultracentrifugación13. El valor predictivo de la concentración del LDL colesterol queda dudoso en la publicación de Akosah et al, que mostró en hombres y mujeres con infarto agudo del miocardio, que la mayoría (86%) no mostró colesterol LDL elevado14. En un trabajo publicado por Wang et al15, el LDL no fue el mejor predictor, encontrándose la relación colesterol total /HDL colesterol más predictiva, resultado similar a una publicación previa de Kinosian et al16. En el reporte de Cui et al17, el LDL fue sólo un débil predictor.
La recomendación de alcanzar un colesterol LDL de menos de 100 mg/dl como óptimo no encuentra justificación,
ya que se demostró en el mismo estudio CARE que un colesterol LDL por debajo de 125 mg/dl no se asocia a mayor reducción en la tasa de eventos coronarios18.
4. Respecto a la recomendación de usar estatinas, incluso en prevención primaria, vale la pena agregar que no son tan milagrosas como se presentan. Recientemente, el Dr Collins, investigador principal del Heart Protection Study, con demasiado optimismo señaló que una estatina específica, por su efecto en la disminución del riesgo cardiovascular, era como la aspirina. Sin embargo es curioso que no haya mencionado que este costoso estudio -con aporte financiero de la industria farmacéutica y de 32 millones de dólares- haya mostrado resultados peores -en riesgo absoluto- que el estudio previo 4S19.
En resumen, creo que
es necesario insistir en que las mentadas recomendaciones, no son más que eso, y no deben constituir en ningún caso una norma a seguir.
Hay variadas evidencias, que no las apoyan o contradicen, por lo que una posición, al menos crítica, parece razonable.
Seguramente estos comentarios parecerán heréticos frente al dogma de la «hipótesis colesterol» y sus recomendaciones, pero estimo que el principio cartesiano de la duda siempre es bueno en el ámbito de la ciencia.
AUTOR: J. Alexis Lama, Importancia clínica de la hipercolesterolemia. Santiago de Chile, marzo de 2002. FUENTE Y COMENTARIOS: Revista Médica de Chile.
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