Evelyne seguía mejorando. Michel, que iba todos los domingos al sanatorio, la encontraba cada vez más animada.
Una tarde habló de ella a Domberlé.
—¿Por qué no es usted más conocido? ¿Por qué sus veinte o treinta volúmenes no son leídos por doquier? ¿Qué es lo que impide a los «oficiales» a seguirle?
—Hay que esperar —decía Domberlé—.
Este método, Doutreval, implica en el fondo unos cambios enormes en los conceptos de la medicina clásica.
¡La unidad de la enfermedad! Tenga usted en cuenta cuán lejos están aún los médicos de esta idea.
Sin embargo, en su esencia, la enfermedad es una.
Con una alimentación industrial, química, sobreconcentrada, con el abuso de la carne, del azúcar puro, del café, de los excitantes, del alcohol, de los medicamentos, de las inyecciones y de los reforzantes, el hombre se destruye a sí mismo corrompiendo su organismo.
Y cuando éste trata de purificarse, auguramos un desastre y declaramos: «Estoy enfermo».
—Algo de verdad hay en eso —dijo Michel.
—Una verdad absoluta.
Lo que nosotros llamamos enfermedades no son sino los múltiples y saludables esfuerzos de nuestra fuerza vital para purificarse; dolores, inflamaciones, fiebre, diarreas, vómitos y esputos de sangre son otras tantas reacciones defensivas, otros tantos intentos de expulsión y de limpieza.
Según el órgano que, por debilidad hereditaria o por una causa accidental, haya servido de emuntorio, de vía de evacuación (intestino, pulmones, piel, vejiga, ojo u oreja), el médico olvida con frecuencia ir más lejos y llama a esto enteritis, bronquitis, eczema, forunculosis, cistitis, conjuntivitis, otitis, etc…
El médico va a ciegas, tanto más cuanto que en ocasión de esta expulsión de productos tóxicos el órgano fatigado abre camino al microbio, que se instala en él provocando una tuberculosis, una neumonía o una colibacilosis, o lo que usted quiera.
Demasiados médicos se olvidan de que si el estado general, si el terreno, hubiera sido sano y alimentado de una manera pura y natural, jamás el microbio hubiera tomado cuerpo en el enfermo.
—Por lo tanto,
cuando el organismo recobra esta pureza humoral —concluyó Michel— se halla automáticamente en condiciones de desembarazarse del microbio.
—Ya lo ha visto usted en el caso de su mujer. Por otra parte,
todos nosotros albergamos perpetuamente millares de microbios. De la tuberculosos, de la difteria, de la erisipela, de la neumonía… Pero son inofensivos mientras nos comportemos bien.
¿Por qué se tornan bruscamente violentos? Porque el decaimiento de nuestro terreno humoral ha dado pie a ello.
Y la prueba más valiosa de que se trata no ya de microbios, sino de terrenos, estriba en que, y esto lo sabemos todos, los microbios más diversos pueden provocar en un enfermo exactamente la misma enfermedad y a la inversa, la misma clase de microbio, producirán según el temperamento del individuo que los cobija, las más distintas enfermedades; el mismo estreptococo provocará en un individuo una erisipela, en otro unas anginas, en un tercero un flemón, o una escarlatina, o una septicemia. Un mismo microbio puede promover una herpes, una neumonía o una meningitis.
Porque,
a fin de cuentas, lo que importa son las deficiencias o las debilidades del individuo; en suma, el terreno.
—Muchas veces me he preguntado —dijo Michel— por qué subsiste aún la especie humana en medio de tantos microbios.
—Lo que sería inexplicable si la teoría clásica tuviera razón. Domberlé bajó la cabeza y prosiguió:
—Lo lamentable es que la medicina oficial participa aún de esos principios.
Para ella sólo existe una multiplicidad de enfermedades que tienen que ser tratadas localmente sin tener en cuenta el estado general humoral.
La enfermedad consiste en esa diarrea, ese sudor, ese esputo de sangre, esa fiebre, ese microbio…
Confunde los síntomas con la propia enfermedad. Y, naturalmente, parte del principio de los síntomas.
Para ello dispone de todo un arsenal:
una diarrea se detiene mediante el opio y el bismuto, la fiebre por los hipodérmicos, los esputos por la terpina, los vómitos de sangre por la hemostasis, la hipertensión y la hipotensión por la adrenalina y los tónicos… Y para combatir el microbio cuenta con los antibióticos, los sueros y las vacunas.
¿Se me calienta el motor? ¿Sube el termómetro? No hay más que verter agua fría y continuar marchando.
¿Qué pensaría usted del mecánico que cuidara su coche de esta manera?
Michel esbozó una sonrisa.
—Pues ésta es la verdad, amigo mío.
—Existen los regímenes.
—Lo sé.
Pero son aún demasiados los médicos que los usan torpemente. No les hago responsables de ello.
La medicina de escuela les ha dado una enseñanza errónea. Y no habiendo estado enfermo, como por desdicha o por suerte, yo lo he estado, ¿cómo quiere usted que sepan lo que nadie les ha enseñado?
¿Que sepan que las patatas primerizas desmineralizan y que el limón, la naranja y los frutos ácidos son verdaderamente desastrosos para los seres débiles? ¿Que el pan moreno, las confituras y ciertos alimentos fuertes que los individuos robustos asimilan muy bien, perjudican a los organismos endebles?
El médico aplica lo que le han inculcado, tiene en cuenta las calorías y olvida las cosas esenciales.
En primer lugar,
el origen químico, industrial y desvitalizado de ciertos alimentos, y, luego, la «densidad molecular», la riqueza y la concentración de otros,
concentración que respecto a los enfermos debiera siempre ser considerablemente aligerada y disminuida.
El régimen desacertado o aplicado a destiempo es siempre inocuo. Hasta el punto de que el médico deja de creer en él prefiriendo el medicamento más rápido y más fácil, pero que en realidad no sólo no cura, sino que no hace más que encubrir los síntomas por algún tiempo.
—El medicamento es a veces valioso —dijo Michel.
—Por supuesto. Mitiga las reacciones excesivas y desordenadas.
En plena crisis aguda una droga, un suero o una vacuna pueden ser indispensables. Sin embargo, no los utilice hasta después de haber ensayado todos los otros medios, y no olvide al emplearlos que no hace más que repeler las manifestaciones de la enfermedad sin curarla.
El mal, una vez rechazado, dedicará inevitablemente sus esfuerzos corrosivos a otra parte del organismo, y eso en condiciones aún agravadas, puesto que se habrá impedido la purificación de los humores, y, por añadidura, el medicamento o la vacuna habrá provocado en el paciente una intoxicación química o microbiana suplementaria.
Al hacer uso de un medicamento en un caso urgente recuerde siempre que sólo se trata de detener los avances del mal. Esto es todo. Luego será necesario someter al enfermo a una larga cura de desintoxicación y a una revisión general de su régimen de alimentación y de vida.
—Hay que confesar que el médico se olvida con frecuencia de ello —dijo Michel —. Bajo los efectos de la droga considera ya curado al cliente…
—Sí. Existe en este aspecto una gigantesca laguna.
Con harta frecuencia se practica una «medicina de urgencia». Se suelen reprimir enérgicamente, y a veces brutalmente, reacciones que no ofrecían ningún peligro, como, por ejemplo una diarrea, un poco de temperatura o una tos sin importancia.
Una vez el síntoma ha desaparecido, el paciente está, aparentemente, curado. Y nada le duele y reanuda sus actividades. Pero no tardará en recaer.
“Todo esto va consumiendo al individuo y a la raza.
Nuestros sanatorios y nuestros asilos de alienados están abarrotados.
La tuberculosis va ganando terreno. La diabetes y el cáncer se extiende.
Se construyen hospitales y sanatorios, se buscan afanosamente nuevas vacunas, nuevos sueros específicos, antisépticos y extractos glandulares, se gastan millones en Institutos, se interviene, se aplica la radioterapia…
Y se olvida poner remedio a la causa esencial del mal: el desgaste vital causado por la alimentación sobreexcitante y la ponzoña farmacéuticas y vacunales.
Todos los esfuerzos y heroísmos de muchos sabios están condenados al fracaso. Pues aunque mañana se curasen la tuberculosis y el cáncer, otros males los remplazarían.
—Estamos asistiendo ya a este fenómeno —dijo Michel—. Hay enfermedades que «retroceden». Pero cunde en todas partes la alarma ante el progreso de otras.
El reumatismo y las afecciones cardiacas tienen ante ellos un magnífico porvenir. Acabo de leer que el reumatismo ocasiona en los Estados Unidos más bajas que la tuberculosis, la sífilis y el cáncer juntos.
—No me sorprende. En Francia acaba de ser declarada «Enfermedad Social».
Y la cuidarán como a tal en Institutos costosos con el poderoso refuerzo de peligrosas inyecciones de salicilato.
En cuanto a las causa del reumatismo ¿quién se preocupa de ellas?
Estas causas, Doutreval, son siempre las mismas para todos los males, y consisten en una malversación de las fuerzas por una alimentación incendiaria, la vida malsana y las drogas.»
Me ha visto usted tratar a los tuberculosos.
Usted me ha visto y me verá tratar a todos mis enfermos, cualesquiera que sean, de la misma manera, a base de un régimen, un ejercicio, una hidroterapia y una higiene general rigurosamente apropiada al individuo de acuerdo con las posibilidades más o menos reducidas de su “transformador”.
Acuérdese usted de mis enfermerías infantiles,
de aquellas anginas, amigdalitis, sinusitis, otitis, coqueluches, osteomielitis, abscesos y pólipos, que desaparecen con la supresión de la causa de las mismas; los alimentos demasiado concentrados y grasientos, la fatiga…
Ya verá usted cómo
en mis “viejos“ desaparecen de la misma manera, inclusive en sus comienzos, los reumatismos, forúnculos, cistitis, prostatitis y hasta verrugas.
—Pero cuando yo hablo a un estudiante de medicina —dijo Michel— afirmando que una amigdalitis o unos pólipos pueden curarse mediante un régimen sano, se ríe en mis narices.
—Como lo harían la mayoría de los demás.
No comprender que una enfermedad cualquiera, por mínima que sea y aparentemente localizada (un forúnculo, un romadizo y hasta un pólipo o una carie dental), tiene por origen una perturbación del estado general de salud, por lo que el médico no debiera en ningún caso limitar su acción a un tratamiento local o a un medicamento.
Suelen ignorarse aún los resultados que se obtienen cuando se comprende el sentido de la enfermedad (esfuerzo de purificación) y cuando, en lugar de contrariar este esfuerzo mediante las intoxicaciones farmacéuticas se ayuda al mismo actuando sobre los emuntorios naturales; aire, agua, calor, frío, a base de una alimentación desconcentrada para acelerar las evacuaciones en lugar de obstaculizarlas.
Muchos estudiantes ignoran que no puede considerarse curado un enfermo hasta que éste se entera por el médico de las posibilidades de su «transformador», se somete a un régimen desconcentrado a la medida de sus reducidas posibilidades, conoce finalmente las causa de su mal, y el saludable papel de advertencia y de freno que ha desempeñado para él, y que desempeñará a cada error, lo que ha denominado «su enfermedad».
El sufrimiento es el gran educador del hombre, Doutreval.
La medicina clásica ignora hasta qué punto esto es verdad, incluso en el plano fisiológico. Nos ha enseñado a odiar la enfermedad, y sin embargo, la enfermedad le aclara, previene y purifica.
En el aspecto material tiene las mismas causas; ignorancia, excesos, insumisión, que el sufrimiento en el plano moral. Extraño paralelismo, ¿verdad?
Al exaltar el papel del sufrimiento, los cristianos no hacen más que trasponer y sublimar una verdad, ignorando hasta qué punto ésta se arraiga en lo más profundo de nuestro ser fisiológico.
Si se las comprendiera bien, medicina y religión hacen realidad la más armoniosa de las síntesis, apoyándose la una en la otra en lugar de oponerse naturalmente.
El plan preestablecido que conduce al mundo hacia lo Mejor, es uno.
“Y ahora, Doutreval, vamos a ver a nuestros enfermos».
* * *
AUTOR: Maxence van der Mersch. FUENTE: Cuerpos y almas. ©Luis de Caralt. Las novelas de la Medicina, 1962.